Juan Manuel Fernández García
Era el atardecer del séptimo día, y era cuestión de momentos para que el crepúsculo comenzara. Los otros días me había quedado absorta, como inmersa en la nada que te provoca el pensar en tu pasado, ese pasado que es ahora nada y que te afecta más que el presente. No había comido ni bebido nada, pero no sentía hambre; si había ido a ese lugar era para tratar de salir de mi vida, y cuando estás a punto de cambiar de forma, lo último en lo que piensas es en nutrir ese cuerpo que se transmutará en un ave, al menos eso me habían dicho, y convencida estaba de lograrlo.
El viento me llegaba contra la cara y sentía cómo los rayos del sol, que moría, me llamaban hacia él. Entonces, la tranquilidad me invadió. Una paz que jamás sent,í se metió por mi nariz y dejé que llenara mis pulmones. Recorrió cada arteria, cada vena y se extendió por mi piel. Salió por cada bello de mi cuerpo, cada cabello, y fui feliz de una vez por todas. Me dejé llevar por la sensación que me embargaba, pensé que el éxtasis podría ser algo similar o menos hermoso aún. Ahora escuchaba la música en la brisa y comprendía el lenguaje que el viento siempre está tratando de hablar. Veía el sol de frente y no me tenía que voltear la vista porque se presentó gentil, era más como una vela que como la luz implacable y árida que me había atacado los días anteriores. Los árboles parecían alegrarse con mi alegría y se movían al ritmo que el viento le marcaba.
Una oleada de pájaros de migración pasaron sobre mi cabeza formando ondas de cientos de metros y tuve el deseo de subir con ellos y seguirlos, cualquiera que fuese su destino. No era que nada me importara. Sino que ya nada tenía sentido. Tal vez pensarán que estaba loca entonces. Y lo estoy ahora que les cuento esto que fue tan verdad cómo que tú lo estás leyendo ahora.
Cuando era niña, escuché una historia que hablaba de la primer mujer de aquellas tierras, que al huir de los invasores, se arrojó al abismo, prefiriendo morir a perder su dignidad y condición dada por los dioses. Éstos, al darse cuenta de cuánto valoraba aquel ser sus presentes, le dieron una oportunidad, y al ir cayendo quedó convertida en ave y surcó el cielo libre para siempre.
Yo, buscando el mismo destino, me despojé de mis ropas, para no enredar mis nuevas alas que crecerían mientras caía al vacío, y mi metamorfosis fuera íntegra. Luego, con mis pulmones llenos de inmensa paz, retrocedí dos pasos y avancé cinco corriendo, y en el último d un salto y de pronto me encontré cayendo sin orden ni lugar hasta el abismo que terminaba en piedras redondas talladas por el lecho de un antiguo río.
Pero mis alas nunca aparecieron, tal vez los dioses estaban distraídos y no se compadecieron de mi sacrificio, ya ahora estoy atrapada dentro de las rocas, que se conmovieron, y en vez de recibirme dura y mortalmente, se hicieron como agua y me fundí con ellas, y esta historia la cuento a todos los que cansados de las jornadas, duerman cerca de el río cuando esté caudaloso.
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