La vida de la humanidad se puede medir en ciclos, unas veces se cierran y otras veces se vuelven vicios; cuesta abajo o cuesta arriba se escucha como reprocho, como si el camino que vamos dejando formara un ocho. Es este número que está tan presente en nuestras mentes, y que, aunque acostadito sería infinito, a veces lo tenemos ausente.
Como el pecado capital que el hombre ya no quiso cometer, el color del arcoíris que mis ojos ya no pudieron ver, el día de la semana que, como dios, quisiéramos tener; el mar que la tierra ya desaguó, el arte que ya no se practicó, la vida del gato que ya no maulló y la maravilla que el viejo mundo ya no contempló.
Y cuidado si escuchas cuatro pares de patas en tu techo, no son sólo feas ratas, es la viuda negra que vela tu lecho; y si de la reina te quieres apoderar, ocho son los escaques que como alfil debes cruzar; y si por error caes a la buchaca, pierdes el juego y a ver quien te saca.
En China representa equilibrio, en Tenochtitlan es Quetzalcoatl mordiéndose la cola; en Jamaica y Ocho Ríos le digo ¡hola!, a la boda que con mi mujer más ansío.
El ocho arábigo es más que el ocho romano, es más que un cero con el cinturón apretado; es el periódico que lees a diario, es Katherine Neville hablando de Carlomagno. Y en La Divina Comedia es simplemente, donde la mayoría de política latinoamericana se divierte.
El ocho es más que el número atómico del Oxígeno, es dos al cubo, es un byte, es el final y el inicio de una escala musical, es un cuerpo geométrico de ocho lados y un luchador encapuchado, y si en la espalda tienes un ocho pegado, te faltan dos para ser como Diego Armando.
¡No señor! no estoy loco, nada de que ando teporocho, mucho menos que me crece la nariz como a pinocho ni en España quiero ser “más chulo que un ocho”; tal vez sólo les parezca un poco inoportuno, pero no vivo en la luna ni vengo de Neptuno; les confieso que estoy más cuerdo que un calcetín, pues sólo soy un chavo que escribe desde su barril.
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