domingo, 6 de marzo de 2011

El Canto de una poetiza desesperada

Por: Daniel Cadena B.

La túnica ataviada de oro, oculta tu espalda hinchada, mal oliente; herida por la daga del perdón y lacerada por la pesada mano de Dios.

Hincada, succionas la felicidad del enemigo, mantienes en la boca el líquido espeso de su ignominia; escúpelo en las manos de tu amante; estas se marchitarán cual flor en el invierno.

El ángel que vela los sueños protege tu cuerpo, sus alas, nidos de insectos, nublan el pensamiento, encorvan la espina dorsal y besas los pies del anciano.

¡Huye! Reposa en la copa del cerezo, en el verde pasto, en la celda de estrellas donde se desborda entre los barrotes de luz, el río de pez que veneran los ciegos.

Acostada en la profundidad del río, piensas en el hijo que te espera afuera, en el borde, temes que se lance a rescatarte y se hunda contigo; prefieres que se vaya, que camine sobre piedras ásperas, que contemple su futura madurez, golpeando su vientre, balbuceando insultos, con sus ojos carcomidos por las aves. ¡Vuela pequeña escoria! Vuela hasta la rama del fresno y deja caer sobre la cara de tu madre, la inmundicia caliente de tus entrañas.

Río amargo que rodea tu vientre, estría de piel, agita tus entrañas. A tu lengua llega un nuevo sabor, brillan tus ojos. Mejillas color manzana, contrastan con la iridiscencia de las estrellas rodeadas de un amor de artificio que mutilan tu cuerpo. Y regalas una sonrisa al cielo.

Los clavos que masacran tu cuerpo: escúpelos, no los tragues, que no se queden dentro; clavos que laceraron al hijo de Dios, clavos que marchitan el alma, no los detestes, solo voltea tu rostro y no los veas más.

El estigma del viejo amor te agobia. Torrentes de lágrimas provocan indecisión. ¿Qué puede importar la felicidad? ¿Qué más da lo bien que se siente ese otro cuerpo, esos nuevos labios? ¿O es qué el estigma de ese amor ya dejado es más hermoso que una lluvia de estrellas, más ígneo que el sol en la playa? Dulce Poetisa, respira lento, mira sin ver, camina sin destino, refúgiate dentro del caparazón de la tortuga y espera ahí hasta que una nueva ilusión regrese y te posea, te ame, te cambie. Pero la incesante necesidad de placer y ese vacío que te abruma, te asfixia y destroza tu alma. Habías decidido no dejar habitar a la ninfa del amor en tus entrañas, hiciste caso omiso a mis advertencias; pero entró, sacudió tus pulmones, agilizó tu mente, volviste a creer en Dios. Ahora te escondes debajo de una mesa, piensas, escribes y tiemblas de frío.

Parada sobre la cabeza del gigante de cristal, esculpido por el Hombre, te balanceas, suspiras, sonríes y te tiras.

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