Por: Jesús Brilanti T.
La respuesta ya la sabía; aquella mirada me dejó más clavos adentro de mi pecho que mi misma certeza sobre lo ocurrido.
No mentí, creí otra vez, y una vez más aquí estoy, con un enorme hueco entre alma y piel. Me abrazaste-me dolió-me asesinaste.
Desnudo yo, desnuda tú, pero, ¿de qué sirvió? ¿Para marcar una llaga más en la superficie de mi mal sabor?
Es sólo que esta ocasión me he cansado de llorar, de gritar, de maldecir, de sufrir a pesar de que poseo una decena de orificios en mi tórax por donde entraron tus manos cogiendo todos y cada uno de mis respiros plagados de suspiros añejos y oxidados; ahí perduraron tus manos algún tiempo y, cuando las extrajiste en tus uñas llevabas mis venas, mi oxígeno y mi última esperanza.
Me diste vida, después me la arrebataste, lograste dormirme entre tus brazos y por la madrugada, muy silente te marchaste; pero segundos después desperté sólo, con frío, cólera y hambre. Apagaste mi sed con tus palabras, después callaste y el desierto se infiltró por encima y debajo de mi lengua.
Ahora tengo que partir, ya no pienso esperar algo que está muerto, que ya no anda, no respira, y aunque más gélido y sin vida estoy yo, aún guardo un poco de fe para mis letras, mi poesía.
Aquella mirada tan firme, me hace dudar, de cualquier manera he decidido cargar con la duda en mi maletín eterno del olvido. Soy un cadáver silente al cual la quietud devora y pretendo adherirme al moho de los muros para resguardarme dormido en el olvido.
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